Por Pablo Álvarez / 14 de Septiembre de 2012
CON TINTA SANGRE
LA POESÍA Y LA VOZ DE NELLY GALASSO
Su llegada a la Plaza ha sido un regalo para
todas nosotras- cuentan siempre las Madres
cuando el recuerdo de Nelly vuela a traer
palabras y sonrisas a este lugar en el mundo que
cada Jueves vuelve a girar, contra reloj, frente
a los poderes institucionales de la ciudad.
Pasaron ya tres años de su partida, y la voz de
Nelly Galasso sigue encendiendo los corazones
que cada día la nombran y extrañan.
Audio: Nelly Galasso - Madre de Plaza 25 de
Mayo
Hace algún tiempo nos contó con orgullo la
historia de su hijo, Ricardo Meneguzzi,
asesinado en Rosario con apenas 21 años de edad,
y supimos de su valentía, de su alegría y de la
música que sabía acompañarlo guitarra en mano.
Nelly tenía esa certeza: saber a su hijo
asesinado, y por esa razón se sintió durante
muchos años sin derecho a llevar pañuelo blanco,
como las otras Madres:
-Es que yo tengo a un hijo asesinado, no tengo
un hijo desaparecido.
-No seas tonta- le dijo Nelma Jalil -vos tenés
que estar con nosotras.
Y le ofreció el pañuelo blanco que traía para
ella, especialmente.
Desde aquella tarde Nelly se unió a las Madres,
y su presencia trajo un rayo de luz que siguió
encendido por siempre, en la plaza, tras su
partida.
Nelly nos dejó de regalo un libro de cuentos,
titulado "Gracias por Todo".
Compartimos aquí uno de sus textos y
reproducimos parte de una entrevista realizada
en el programa "Crónicas del Sur", en la misma
emisora donde ella, cada miércoles, hacía su
programa radial, "Bastoneando", dedicado a
ciegos y disminuidos visuales.
QUE SIEMPRE FUE MÍA / Por Nelly Galasso Cuando yo me fui para el campo- dijo Oviedo
-estaba apoyado en el árbol grande, mirando para
la casa, como todas las tardes.
Y no se equivocaba Oviedo; estabas allí, con la
espalda apoyada en el tronco del viejo
eucaliptus que los abuelos recién casados
plantaron al llegar y con los años creció
desaforado; tal vez estuvieses allí, como todos
los días, tu mirada caliente resbalando sobre la
casa. Era el rito de tus atardeceres, recorrerla
con los ojos que se te quedaban prendidos a los
muros. Y acaso, en lo profundo de tu
pensamiento, ardiese un remolino de perfumes, de
voces, de risas; la risa inconfundible de papá
cuando intentabas alcanzar, con un salto
inmaduro, la aldaba de bronce en lo alto de la
gran puerta del frente.
Quizás, supongo, intentas alguna vez reconstruir
aquellos extraños signos, los números y las
letras que te repetía la abuela hasta que, con
un largo suspiro, cerraba el cuaderno y la oías
murmurar pobrecito, mientras iba en busca de una
golosina; la abuela tan amada, con aroma a
canela, su delantal con puntillas y el collar de
perlas resbalando entre sus dedos mientras ella,
grande y tibia paloma, te arrullaba en su regazo
con una voz pequeñita hasta que te dormías.
Esa tarde, apoyado en el gran árbol, como dijo
Oviedo, puede que hayas rencontrado, como un
algodonoso recuerdo en el oscuro laberinto de tu
memoria, la aventura de tus pasos inseguros
sobre las baldosas del patio, la tibieza de
aquella mano que te guiaba, (tan pequeña tu mano
en la suya), la tentación de los racimos de uvas
moradas suspendidas en lo alto, el arrasador
perfume de los jazmines por las noches, la dicha
de entonces que ahora te oprime la garganta. En
ese atardecer, con el cielo incandescente frente
a ti, ¿estarás añorando el jardín desprolijo
donde te ocultabas mientras mamá gritaba tu
nombre, para aparecer triunfante con un torpe
ramillete que le ofrecías para dejar tu
escondite y abandonarte en sus brazos?
Esta ha sido siempre tu casa. Todo el tiempo, el
tiempo que solo podías reconocer en las hojas de
papel del calendario, que desprendías y
arrojabas al aire para verlas volar como
frágiles pajaritas.
Cómo han pasado los años, cuánto has crecido, te
decían, en tanto la casa permanecía y era tu
lugar seguro, aunque hubiesen partido el abuelo
y luego la abuela, tan blanca, y papá con su
risa, y mamá que se quedó un poco más pero que
siempre estaba llorando.
Todo era bueno en tu casa. En ocasiones, papá y
mamá hacían cortos viajes contigo y te llevaban
a recorrer aquellos edificios tan tristes, con
muchas ventanas y mucha gente vestida de blanco,
con extraños aparatos que te inspiraban temor.
Nunca comprendiste porqué regresaban silenciosos
los dos y papá te abrazaba tan fuerte que dolía;
pero en la casa te esperaban los besos y los
dulces de la abuela y eso te hacía feliz.
En las noches lentas, cuando no encuentras el
sueño, caminas por las habitaciones de altos
techos y cortinas pudorosas, por los dormitorios
con camas vacías y por fin, te sientas en el
sillón de la biblioteca, rodeado de libros
estériles, allí, en la oscuridad, escuchas las
voces que giran en tu cabeza y te hacen llorar.
Entonces Oviedo, que duerme en el cuartito chico
desde que mamá también se fue, te toma de la
mano, venga, pobrecito, duerma otro rato, te
dice, y se sienta al lado de tu cama, cabeceando
el último sueño de la madrugada. Y te quedas muy
quieto, con los ojos clavados y una oscura rabia
agazapada.
Yo lo vi –dijo Oviedo- estaba apoyado en el
árbol grande, mirando para la casa. Y como se
estaba haciendo la noche, me fui para el campo a
buscar la hacienda para traerla a los corrales.
Fue allí, cuando estoy volviendo. Que veo el
resplandor. Taloneé desesperado al caballo; pero
cuando llegué ya era tarde: la casa ardía como
un infierno y el pobrecito, al lado del árbol
grande, a los saltos y a los gritos, cuando me
ve, ¿viste, Oviedo? Me dice riendo, esta casa es
mía, y no me la van a quitar.
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Imagen: Carina Barbuscia sobre fotos de Archivo
Alapalabra