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Por Sonia Tessa / 21 de Noviembre de 2013
PRIMAVERA EN NUESTRA PLAZA
MADRES DE LA PLAZA, LOS OJOS DEL FUTURO

En marcha permanente más allá de la Plaza, más allá de los jueves, nuestras Madres de Plaza 25 de Mayo escriben con sus cuerpos la crónica de una región cansada de ausencias y embarazada de luchas. Sus pasos cortos, muchas veces apoyados en bastones o abrazos, rompen los límites del tiempo, del espacio, para inscribir su huella en el alma colectiva. Pedacitos sueltos que rearman el mapa de lo que alguna vez soñamos ser: el sueño compartido de una tierra con Memoria, Verdad y Justicia. Como en aquel país contado por el poeta uruguayo Rafael Courtoisie, donde "las mariposas se volvían taciturnas, opacas, indulgentes", nuestras Madres hablan por todos los labios. Porque esas palabras pronunciadas en la noche del silencio, en la pesadilla del terror impuesto, valen "más que el oro, más que las / gemas, más que los ojos de los hombres sabios". Porque estas mujeres gigantes, nuestras Madres rosarinas, en la oscuridad planificada, "veían por los labios".




La primera pregunta fue: ¿Qué puedo decir yo sobre las Madres de la Plaza? ¿Qué palabras novedosas, distintas, puedo encontrar para referirme a estas gigantes mujeres, la mayoría más bien petisas de estatura pero inconmensurables? ¿Qué contar que no hayan dicho mejor otrxs periodistas, documentalistas, compañerxs? Me parecía difícil referirme a ellas sin caer en palabras que de tan dichas, están gastadas.

Hace meses que pienso en cómo contar que Elsa Chiche Massa, a sus 88 años, vuelve a su casa en colectivo desde los Tribunales Federales donde se hacen los juicios por delitos de lesa humanidad. Y si tenés la suerte de encontrarla en la parada del ómnibus, te contará que va a cocinar ravioles, que siempre cocina y hace las compras, aunque ahora acepta ayuda de sus nietas. Con esos ojos claros que siempre parecen sonreír, con su voz áspera que trae al presente a su hijo Ricardo, médico, como siempre aclaro. Con su relato contundente, sin concesiones, del secuestro que incluyó a su familia. Y saber que va a estar Chiche, es también la alegría de abrazarla.

También quiero hablar de Norma Vermeulen, tan clara cuando habla de justicia, de memoria y de verdad. Tan coherente siempre. Quiero contar su mirada ansiosa el día que comenzaron los testimonios de la causa Díaz Bessone. Ese día declaraba Gustavo Mechetti, que había visto a su hijo, Osvaldo Vermeulen en el Servicio de Informaciones, con el brazo quebrado, torturado, y así lo contó frente a los jueces. Ese día, Norma tenía la misma mirada calma de siempre, pero sus manos estrujaban algo, nerviosas. Norma escuchó al testigo y después siguió yendo a las audiencias, como siempre, cuando su salud, cuando la salud de su marido, la dejaban llegar.

Mencionar a Lila Forestello, la mamá de Marta María Forestello, que cuenta una y otra vez cómo supo del secuestro de su hija. Lila era docente del Normal, y esa pertenencia le daba una identidad. La desaparición de su hija la obligó a otra cosa, y todavía va a las audiencias en los Tribunales, pese a sus huesos frágiles y las dificultades para caminar.

Y Herminia Severini, siempre presente en las manifestaciones, en los conflictos, allí donde se la necesite, siempre dispuesta a hablar de Adriana, de su caída en Santa Fe. Herminia que era enfermera, que siempre trabajó y que ella también había hecho su opción política, no era una ingenua sino alguien que acompañó las decisiones de su hija.

Es tan injusto mencionar a algunas y no a otras. Todas ellas fueron un faro para quienes crecimos con el dolor abierto de los desaparecidos. Sobre todo, quería recordar a aquellas que hoy no puedo encontrar los jueves en la plaza, porque siempre se cae en la trampa de creer que siempre estarán allí. Que estará Elena Belmont con sus poesías, del brazo con Rubén Naranjo. Que estará Nelma Jalil con sus recuerdos apabullantes, con aquellas convicciones que parió con tanto dolor como a su hijo Sergio, en los primeros días de la dictadura militar, cuando buscarlo era sinónimo de ponerse en riesgo. Que estará Élida López para relatar cómo escaparon de los militares a caballo en una de las manifestaciones pidiendo por sus hijos en Buenos Aires.

Es injusto elegir algunos nombres porque fueron –y son—un colectivo donde las voces se superpusieron, las estrategias se fueron afinando y el reclamo de justicia fue irrenunciable. Ellas que se entusiasmaron en 2003 con las políticas públicas de memoria, verdad y justicia. No se entusiasmaron porque fuera una dádiva, sino porque era lo que venían reclamando hacía más de 30 años.
Ellas que casi se quedan afuera de la primera audiencia del primer juicio en Rosario, la causa Guerrieri, porque había muchos funcionarios en la lista y sólo 21 asientos. Y varios de esos funcionarios ni siquiera sabían lo que era dar vueltas en la plaza durante 35 años, jueves a jueves, con lluvia o calor, para reclamar justicia.

Por eso, porque no quiero ser injusta pero tampoco infiel a mis sentimientos, quiero hablar de Esperanza Labrador. Con ella tuve el privilegio de conversar muchas veces, siempre acompañada de Manoli, la hija que tanto la extraña. Esperanza llevaba en el pecho un cartel largo y ancho para contener fotografías de su familia diezmada. Víctor, su esposo, asesinado el 10 de noviembre de 1976 como su hijo Palmiro (28 años) y la esposa Graciela Koatz (25). También Miguel Angel (25), el hijo desaparecido el 13 de septiembre de ese año que Esperanza buscó por cielo y tierra para siempre. Y aunque quería evitar los lugares comunes, es imposible olvidar la voz ronca de Esperanza contando cómo se había enfrentado, en pleno 1977, con el jefe del Comando del Segundo Cuerpo de Ejército, Leopoldo Fortunato Galtieri. El represor le había dicho que la muerte de su esposo era un “lamentable error” pero que los hijos lo merecían por montoneros. “Pues si mis hijos son montoneros, que vivan los montoneros si todos son como ellos”, le dijo Esperanza, cansada de dar vueltas por cárceles, de rondar el GIR de Santa Fe para gritar desde la vereda a ver si la escuchaba Miguel Angel. Esperanza, que había vuelto al país, aún sabiendo el peligro que significaba. Que escapó por un pelo y volvió para reclamar justicia. Ella que nació en Cuba, y después fue arrancada hacia España, y luego decidió venir con su bella familia a Argentina, volvió por la fuerza a vivir en España sin abandonar jamás el país donde quedaron los sueños de futuro de su familia.

Y fue también su tesón el que logró abrir una grieta en la impunidad, allá por 1998, cuando el juez Baltasar Garzón abrió un juicio en España por los crímenes a su familia. Todo eso lo saben los lectores de Alapalabra. Lo único que quizás ignoren es que conocer a Esperanza fue una de los regalos que da la vida. Que era una fiesta escuchar sus ironías, sus chistes que siempre iban acompañados de miradas pícaras, ese desparpajo que te dejaba con la boca abierta. Por eso, recordarla es necesario para que su nombre nunca se apague, como una llama, pero también es un deleite porque recupera aquellos momentos.

Y como las palabras gastadas son inevitables, tomo prestadas las de Carlos Puebla para decir que a ellas, a todas las Madres, aprendimos a quererlas, desde la histórica altura, donde el sol de su bravura le puso un cerco a la muerte. Aunque la altura no fuera la de Sierra Maestra sino la de las Plaza que ellas tiñeron para siempre de verdad, justicia y tesón.

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Imagen: Alapalabra












 

 
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