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Por Grupo Editor / 8 de Abril de 2014
LAS MARCAS DE LA DICTADURA
VIOLENCIAS QUE NO CESAN

Hace muchos años, el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal escribió: "Los sueños nos tenían separados, en tijeras / tapescos y petates (cada uno en su sueño) / pero el despertar nos reúne…" Hablaba de una larga noche extendida sobre su Patria. De sueños desencontrados que deambulaban, solos, en esa noche de tristezas. Cada uno en lo suyo, se multiplicaban las ausencias en la noche del dolor. Cada quien en su tentación: "la tentación del falso amanecer que aún no podía ser", escribió Cardenal. Hasta que -dice el poeta- amaneció. La luz alegre y fresca de una memoria compartida cobijó cada sueño. Abrigó cada esperanza. En esa búsqueda de un calor necesario y compañero andamos. Juntando, también nosotros, los pedacitos de un cielo compartido para el pueblo que somos. Reproducimos el texto que el Director del Museo de la Memoria, Rubén Chababo, leyó el último 24 de Marzo, en el acto realizado en el Bosque de la Memoria, a 38 años de último golpe militar.

Audio: Rubén Chababo - Bosque de la Memoria





LAS FORMAS DE LA VIOLENCIA / Por Rubén Chababo

Una vez más estamos aquí reunidos para conmemorar un nuevo aniversario del inicio de nuestra última dictadura, una ceremonia que año tras año nos reencuentra y en la que junto con evocar a los ausentes y a todas las víctimas del Terrorismo de Estado, ratificamos nuestro compromiso con los valores que el proyecto autoritario pretendió destruir, aquellos que fundan y hacen a la vida en democracia.

A veces cuesta que tomemos conciencia de ellos, pero a medida que nos alejamos de 1976 se va haciendo más extensa nuestra prolongada vida democrática. Ya no existe sombra ni acechanza de interrupción por vía armada de nuestra vida institucional, y año tras año los argentinos vamos conquistando nuevos derechos, lo que hace que nuestro patrimonio cultural, jurídico y simbólico, sea cada vez más poderoso al cotejarlo con los de otros países de la región y el mundo. Si esto es posible, es porque los argentinos, más allá de las lógicas diferencias ideológicas y partidarias hemos apostado por consolidar el bien común como un valor inestimable.

El bien común es el derecho a vivir nuestra vida con dignidad. El bien común es aquel que nos obliga a aceptar que bajo el cielo y sobre el suelo, todos, absolutamente todos los seres humanos, por el solo hecho de ser parte de la especie, tienen derecho a vivir entre nosotros. La idea de bien común es la que la última dictadura hirió de muerte, al construir desde el Estado la peligrosa idea de enemigo interno. Las consecuencias no son otras que un país diezmado y siete largos años de autoritarismo con su saldo de asesinados y desaparecidos que hoy aquí, evocamos.

El fin de la dictadura no significó para los argentinos el reingreso al mundo de la felicidad. Porque antes de la dictadura, los años que la precedieron, tampoco fueron en nada parecidos a ese tiempo feliz que la nostalgia evoca. Antes de 1976 la muerte y la persecución habían comenzado a desplegarse y el Estado había contribuido perversamente a que ello fuera posible. Eso no habría que olvidarlo porque de otro modo se termina creyendo que el mal irrumpe sobre una sociedad imprevistamente un día y un día desaparece, cuando todos sabemos que no es así, que para que el Estado fuera capaz de desaparecer y asesinar con la perversidad que lo hizo a partir de 1976 fue necesario que antes, en plena democracia, existieran condiciones y discursos que abonaran y le dieran forma a ese proyecto de exterminio. Así, la responsabilidad criminal recae, no cabe duda alguna, sobre los perpetradores, pero la responsabilidad moral sobre lo ocurrido, es todavía una discusión pendiente y arroja demasiadas preguntas al inmenso conjunto de la sociedad civil argentina.

Los aniversarios siempre son útiles para refundar nuevas preguntas. Y la experiencia de la última dictadura, no deja de interpelarnos cada vez que marzo llega al calendario. Y una de esas preguntas, las muchas que se actualizan en tiempo presente es saber si realmente los argentinos hemos sido capaces de vencer nuestra relación con la violencia o si hemos logrado acotarla a una mínima expresión como era el sueño que entre todos nos comprometimos cumplir en diciembre 1983. Lo cierto es que, más allá de lo mucho que hemos conquistado, más allá de lo mucho que hemos alcanzado a lo largo de estos 30 años de democracia, la violencia no ha dejado de mostrar su rostro entre nosotros, no la hemos conjurado ni alejado de nuestro horizonte y ella sigue, bajo otros disfraces y detrás de otras máscaras, amenazando la vida de muchos de los que viven bajo este mismo cielo.

Porque la violencia pervive vergonzosamente en las prisiones donde se hacinan como animales los más pobres de nuestra sociedad, porque la violencia se enseñorea en nuestros barrios y es también violencia la pobreza y la marginalidad extrema.

La violencia no ha cesado y por eso ya es costumbre que las madres teman ver caer a sus hijos frente al umbral de sus casas, y que los hijos vean caer a sus hermanos, ya por las balas del narco o de las fuerzas homicidas de los agentes policiales, da lo mismo, porque las fronteras entre quienes cometen el crimen y quienes lo permiten se han diluido, y porque ya se ha convertido en hábito jugar al blanco móvil con los más indefensos del sistema, es decir con aquellos que en muchos casos nunca han conocido el estatuto de ciudadanos y pasan a convertirse, sin demasiados preámbulos, de niños en guerreros. Sobre sus cuerpos la violencia de clase se descarga con una naturalidad que asombra frente a la indiferencia de una parte importante de la sociedad que tantas veces enuncia su desprecio por la política y una nostalgia de un tipo de orden social que debiera avergonzarnos.

Esa violencia que anuda su razón en la indiferencia y en la impunidad, es la que debiera llamar nuestra atención. No es que los muertos y los humillados de ayer no necesiten ya de nuestra memoria, sino que debemos comenzar a compartir solidariamente esa memoria acompañando a los familiares de aquellos que hoy, bajo otras circunstancias, mueren violentamente bajo el cielo de este país.

Si nuestra memoria del terrorismo de Estado no es capaz de abrazar a estas víctimas y si no logramos poner nuestro empeño en acompañar su sufrimiento, será entonces la nuestra una memoria mezquina en su dimensión sensible.

Por todo eso, vale que en este día en el que evocamos los años más oscuros de nuestra historia hagamos que nuestra memoria anude el ayer con este presente para que de ese modo el Nunca Más, ese Nunca Más que entre todos supimos conseguir, llegue hasta aquí, hasta nuestros días, y que su poderoso legado abrace y proteja con generosidad a todos los que trabajan y luchan por una sociedad donde el bien común y la justicia alcancen su pleno cumplimiento.

Y que en ese abrazo, las madres y los huérfanos de ayer y las madres y los huérfanos de hoy, los que nunca debieron morir, los que la violencia arrancó de nuestro lado injustamente, todos, sin diferencia alguna, logren encontrar su justo lugar en el calor de nuestra memoria.

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Imagen: Jorge Contrera.












 

 
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