ELENA LUCAS BELMONT: POESÍA
Y MISTERIO
Hasta que Elena decidió
que ese era el día. Un jueves de otoño.
Elena, que supo -y sabe- cobijarnos bajo sus
alas de ángel clandestino. Elena, que
supo nombrar nombres y cosas que aparecían
-y aparecen- ante la convocatoria de Elena.
Elena, transparente y con alas y con una enorme
cicatriz en su pecho de pájaro herido,
murió el 5 de mayo de este año.
Un jueves de otoño.
Como en
el poema de César Vallejo, Elena supo
morir un jueves. "Jueves será,
porque hoy, jueves, que proso / estos versos,
los húmeros me he puesto / a la mala,
y jamás como hoy, me he vuelto, / con
todo mi camino, a verme solo", escribió
Vallejo. Misterio y poesía.
Primeras convocatorias
Elena, muy joven, ya docente,
comenzó a trabajar con su hermana en
Villa Elisa, cerca de La Plata, en un Instituto
dependiente del Patronato de Menores. Por
esos días compartía con su hermano,
artista plástico, la bohemia de la
primera mitad de siglo. "Había
artistas, escultores, pintores. Una vida bohemia.
Ibamos al Teatro del Pueblo, de Leónidas
Barletta, en el año 40. Se hacía
polémico porque se discutía
la obra representada. Y después íbamos
a Plaza Lavalle, que quedaba cerca",
describió un jueves de otoño,
hace ya varios años, Elena. Y convocó
entonces los fuegos de la república
española, la noche en que en casa de
Rafael Alberti y Teresa de León cantaron
la Marsellesa y escucharon discos con poemas
de Guillén y García Lorca; y
convocó Elena la voz de Rafael Alberti,
"una voz hermosísima, recitando";
y nombró Elena para seguir convocando
fuegos y voces: allí están Antonio
Berni, Olga Orozco, Oliverio Girondo, Roberto
Arlt, Enrique Molina, "que se veía
todos los días con mi hermano",
y allí está también el
poeta Raúl González Tuñón.
"No se puede idealizar a un idealista",
escribió hace algunos años Elena.
Hablaba entonces de Tuñón, que
supo enamorarse y enamorar a Elena: "pero
yo era muy temerosa, tenía todos los
prejuicios de esa época". Para
poner distancia con aquel amor prohibido -el
poeta era casado- Elena llegó a Rosario,
a hacerse cargo de un Hogar para menores mujeres.
"Vas a ir con una rosa en la mano,
hay un kiosco muy grande en la estación.
Vas a ver junto a ese kiosco a otra persona
con una rosa. Así se van a reconocer",
recordó Elena las palabras de Cabrera
Domínguez, el presidente del Patronato.
Y la rosa tembló otra vez, por dentro.
Nuevas convocatorias
El trabajo en la Casa de
Rosario, que albergó chicas de 4 a
12 años, no fue sencillo. Durante una
tarde de mitad de los 90, Elena nombró
para convocar a sus chicas, que "venían
de otros hogares con delantales grises, y
nosotras le dábamos vestidos de colores".
Y convocó también Elena para
no olvidar los nombres de la temprana persecución,
de los alcahuetes de turno, del chantaje y
la soledad: "un día, la hermana
de Antonio Benítez, me dice que me
tenía que afiliar a la Unidad Básica.
Yo le dije que no participaba de esa ideología.
Y ahí empezó la guerra. Me dejaron
sola, con 15 chicas. Entonces dije: voy a
renunciar". La denuncia de Elena
Lucas tuvo gran repercusión en los
medios periodísticos de la ciudad,
y fue clave en el encuentro con quien sería
su compañero y padre de sus hijos:
un tal señor Belmont.
Después, vendrá
la mudanza a Fisherton, el trabajo en la escuela
del barrio, y los hijos. José, el de
la risa inmensa, mago del encuentro. Y Carlos,
desaparecido en plena noche de la dictadura.
Elena contaría esa mezcla de orgullo,
respeto y temor que ocupaba sus días
desde que Carlitos le había confirmado
su militancia en la organización Montoneros.
"Una vez le escribí una carta:
'Carlitos, nosotros respetamos todo. Respetamos
tu ideología, tu militancia. Pero lo
único que te pido es que cuides tu
vida. Porque vas a hacer más estando
vivo que si te pasara algo'. Y me mandó
decir que no estaba de acuerdo, porque el
que se entrega a una lucha 'tiene que entregarse
íntegramente'. Y así fue".
En septiembre de 1976, Carlos fue secuestrado.
Su compañera, con el hijo de ambos,
fue encarcelada en Villa Devoto. Años
después, en una serie de entrevistas,
Elena desgarró la historia desde su
propia carne: la falsa noticia de la muerte
"en un enfrentamiento", la
búsqueda de respuestas en comandos,
comisarías y cementerios, las formas
del terror y la resistencia. Convocó
Elena fuerzas y miedos, gestos y ausencias.
El nuevo desgarro en la muerte de "ese
tal señor Belmont", anarquista
enorme, compañero irreemplazable, que
murió de tristeza. Y el pañuelo
blanco anudándose bajo el mentón
para ya nunca más dejar a Elena sin
alas. "Yo conocía a Marta Hernández.
Y fue ella la que me dijo: es un compromiso
grande, hay que estar, hay que luchar. Me
incorporé a Madres después que
falleció mi marido" relató
Elena. Y habló de la lucha, "es
una catarsis, como una descarga, a mi me hizo
mucho bien. Porque yo estaba perdida. Me hizo
también muy bien escribir. Y viví
esta historia con mucha fuerza. Con Madres
fuimos protagonistas. Me siento también
protagonista dentro de una historia. De una
historia muy dolorosa, pero que es historia.
Y que será historia".
Últimas convocatorias
Seguramente es verdad:
"no se puede idealizar a un idealista".
Pero Elena, como cada una de las Madres de
la Plaza, supo construir puertas para entrar
en los territorios del misterio. Allí
están las puertas a la jamás
descuidada ternura. A la valentía desmedida.
Allí sobrevive la alegría, celosamente
custodiada por Elena y las mujeres de los
pañuelos. Está su poesía
invicta, multiplicada y popular a pesar del
olvido de los editores de turno. Está
el proyecto del Archivo de Madres, motorizado
ahora por José, su hijo.
Sucede que supo Elena abrir el camino a la
imaginación, al encuentro con la palabra
liberadora.
Misterio y poesía trazan un mapa por
los días de Elena, por los días
de estas mujeres que pudieron, que pueden,
a pesar de todos los pesares, construir desde
el dolor. Y como en el poema de Vallejo: "son
testigos / los días jueves y los huesos
húmeros, la soledad, la lluvia, los
caminos".
Un tal señor
Belmont
Poesía y misterio
entrecuzan cada uno de los días
de Elena. Como aquella mañana,
después de su renuncia al Instituto
de Rosario, cuando se preparaba para
volver a Buenos Aires, y un señor
pidió: "Quiero hablar
con la señorita Elena Lucas".
Convocaba así Elena aquellos
fuegos: "el tal señor
me dice: 'vengo por su renuncia. Cuenteme
qué le pasó'. Le conté,
y dice: 'Si yo hubiera sabido esto antes
usted no renuncia'. 'Yo no voy a retirar
la renuncia ni mucho menos', le contesté.
Entonces me dice: '¿Por qué
no viene a trabajar con nosotros? Usted
nos hace mucha falta'. Yo tenía
mi familia y un puesto en Buenos Aires.
Le explico: 'Aquí no conozco
nada'. Entonces me dice: 'nos va a conocer
a nosotros. Estamos haciendo un buen
trabajo. ¿Por qué no probamos
en las vacaciones?'. Pensé, 'bueno,
en las vacaciones voy a ver qué
pasa'. Nos escribimos, vine a Rosario,
y trabajamos en el barrio San Francisquito.
Después nos enamoramos. Ese señor
era un tal Belmont. Y fue mi esposo".
|
volver
a Alapalabra Nº 9 . volver
a todas las tapas